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Traducción Enrique Lynch
Nacido en París en 1929 en el seno
de una familia judía de origen vienés, George G. Steiner, reside desde
1940 entre Estados Unidos, donde se exilió inicialmente, e Inglaterra.
Cursó Literatura, Matemáticas y Física en Chicago y Harvard,
doctorándose en Oxford en Literatura y Filosofía. Es uno de los más
reconocidos estudiosos de la cultura europea y ha ejercido la docencia
en las universidades americanas de Stanford, Nueva York y Princeton
-donde fue profesor de Literatura Comparada-, si bien su carrera
académica se ha desarrollado también de manera intensa en Ginebra
(Suiza), Harvard (Estados Unidos) y Cambridge (Reino Unido). Ha sido
durante veinticinco años crítico literario de la revista "The New
Yorker", y posteriormente en el diario "The New York Times". Entre 1952 y
1956 trabajó en "The Economist". Más allá de sus preocupaciones -la
traducción como problema capital de la cultura, el silencio como
respuesta al horror- su obra constituye también una inter rogación
acerca de la responsabilidad del crítico literario -él prefiere
definirse como maestro de lecturas-. Debutó como narrador en 1964 con
Anno Domini, si bien es más conocido como uno de los mejores ensayistas
de la actualidad, con obras como Antígonas, La muerte de la tragedia,
Después de Babel o Martín Heidegger, entre otras. También son obras
suyas Pasión Intacta y su autobiografía Errata (1997). Este año 2001 ha
publicado en España su obra Nostalgia del absoluto, de 1974.
Recientemente ha publicado su última obra, Gramáticas de la creación.
El acto y el arte de la lectura seria conllevan dos movimientos
principales; del espíritu: interpretación (hermenéutica) y valoración
(crítica, juicio estético). Ambos movimientos son estrictamente
inseparables. Interpretar es juzgar. Ningún desciframiento, por muy
filológico o textual -en el sentido más técnico del término- que sea,
está libre de valores. En correspondencia, ninguna afirmación crítica,
ningún comentario estético puede evitar ser, al mismo tiempo,
interpretativo. La propia palabra "interpretación", en la medida en que
entraña conceptos de explicación, de traducción y de puesta en acto
(como en la interpretación de una parte dramática o de una partitura
musical) nos habla de esta múltiple acción recíproca.
La relatividad, la arbitrariedad de todas las
proposiciones estéticas, de todos los juicios de valor es inherente a la
consciencia y el discurso humanos. Se puede decir cualquier cosa acerca
de cualquier cosa. La afirmación de que El rey Lear de Shakespeare "no
merece una crítica seria" (Tolstoi), o el encontrar que Mozart compone
meras trivialidades, son totalmente irrefutables. No se puede demostrar
que estos juicios son falsos ni en virtud de fundamentos formales
(lógicos) ni por razones sustanciales o existenciales. Las filosofías
estéticas, las teorías críticas, subproductos de lo "clásico" o de lo
"canónico", nunca pueden ser sino descripciones más o menos persuasivas,
más o menos comprensivas de éste o aquel proceso de preferencia. Una
teoría crítica, una estética, es una política del gusto. Trata de
sistematizar, de hacer visiblemente aplicables o pedagógicos, un
"conjunto" intuitivo, un sesgo de la sensibilidad, el prejuicio
conservador o revolucionario de un observador magistral o de una alianza
de opiniones. De ello no puede haber prueba ni a favor ni en contra. La
lectura de Aristóteles y de Pope, la de Coleridge y de Saint Beuve, de
T. S. Eliot y de Croce, no constituyen una ciencia del juicio y de la
contraprueba, del adelanto experimental y la confirmación o del
falseamiento. Constituyen el juego metamórfico y el contrajuego de la
respuesta individual, de (por aplicar la frase engañosa de Quine) la
"intuición sin culpa". La diferencia entre e juicio de un gran crítico y
el de un tonto semianalfabeto y censor radica en la gama de referencias
inferidas o citadas, en la lucidez y la fuerza retórica de la
articulación (el estilo del crítico) o en el addendum accidental que es
propio del crítico, quien tambIén es, por su propio derecho, un creador.
Pero ésta no es una diferencia científica o lógicamente demostrable.
Ninguna proposición estética puede ser calificada de "correcta" o de
"equivocada". La única respuesta apropiada es el acuerdo o el desacuerdo
personales.
¿Cómo juzgar? ¿Cómo interpretar?
En la práctica real, ¿ cómo hacemos para manejar la
naturaleza anárquica de los juicios de valor, la igualdad formal y
pragmática de todos hallazgos críticos? Tenemos en cuenta cabezas y, en
particular, aquellas que consideramos que deben ser consideradas como
cabezas cualificadas y laureadas.
Observamos que, a lo largo de los siglos una gran mayoría de
escritores, críticos, profesores y hombres honorables, han juzgado que
Shakespeare es un poeta y un dramaturgo de genio y han encontrado que la
música de Mozart es a la vez emotivamente enriquecedora y está
técnicamente inspirada. A la recíproca, observamos que aquellos que
piensan de modo diferente forman una minoría pequeña, literalmente
excéntrica, que sus críticas tienen poco peso y que las motivaciones que
suponemos detrás de su desacuerdo son psicológicamente sospechosas
(Jefrey sobre Keats, Hanslick sobre Wagner, Tolstoi sobre Shakespeare). Y
una vez reconocido que estas observaciones son perfectamente válidas,
continuamos con nuestra tarea de comentario y apreciación literarios.
Una y otra vez, como si surgiera de un irritante crepúsculo, sentimos
la parcial circularidad y la contingencia en el conjunto del argumento.
Nos damos cuenta de que no puede haber sufragio sobre valores estéticos,
de que un voto mayoritario, por constante y masivo que sea, nunca puede
refutar, nunca puede condenar el rechazo, la abstención, la afirmación
contraria del solitario o del negador. Nos damos cuenta, más o menos
claramente, hasta qué punto el "sentido común ilustrado", los límites
aceptables de debate, la transmisión del cúmulo generalmente admitido de
obras de arte y textos mayores y de música, es un proceso ideológico,
un reflejo de relaciones de poder dentro de una cultura y una sociedad.
El hombre de letras es aquel que compite con los reflejos de aprobación y
de goce estético sugerido y ejemplificados por el legado dominante.
Pero despreciamos estos problemas. Aceptamos como inevitable y como
adecu ado el peso meramente estadístico del "consenso institucional", de
la autoridad del sentido común. ¿Cómo, si no, podríamos poner en orden
nuestras opciones culturales y sentirnos a gusto con nuestros placeres?
Justamente aquí, con respecto a esta precisa
circunstancia, se ha distinguido tradicionalmente entre la crítica
estética por un lado, y la interpretación y el análisis considerado
estrictamente por otro. Se da por supuesta la indeterminación ontológica
de todos los juicios de valor, la imposibilidad de lograr un
"procedimiento de decisión" que sirva a la puesta a prueba y que sea
lógicamente consistente y que medie entre las observaciones estéticas en
conflicto. De gustibus non disputandum. La determinación de un
significado verdadero o más probable para un texto ha sido considerado,
en cambio, como el propósito razonable y el mérito de la lectura
instruida, o filología.
Puede ocurrir que factores lingüísticos,
históricos, formales, impidan tal determinación y tal docu mentado
análisis. El contexto en que un poema o una fábula han sido compuestos
puede sernos indiferente. Las convenciones estilísticas puede que se
hayan convertido en algo esotérico. Puede ocurrir, simplemente, que no
cumplamos el requisito de la densidad crítica de información, de poder
gestionar comparaciones, requisito necesario para llegar a una decisión
segura entre variantes de lectura, entre glosas que difieren y
explications du texte. Pero estos son problemas accidenta- les,
empíricos. En el caso de los escritos antiguos, puede ocurrir que
aparezcan nuevos materiales contextuales, lexicológicos o gramaticales.
Cuando las inhibiciones para la comprensión son más modernas, puede
ocurrir que de pronto surjan más o mejores datos biográficos o
referenciales y que estos datos ayuden a elucidar las intenciones del
autor y el campo de los ecos asumidos por éste en su obra. A diferencia
de la crítica y la valoración estética, que siempre son sincrónicas (el
Edipo de Aristóteles no e s negado ni convertido en obsoleto por el de
Hölderlin; y el de Hölderlin tampoco resulta mejorado o cancelado por el
de Freud), el proceso de la interpretación textual es acumulativo.
Nuestras lecturas se hacen más instruidas, progresan las evidencias
disponibles, la sustanciación crece. Idealmente -que no, con toda
seguridad, en la práctica- el coryus de conocimientos lexicológicos, de
análisis gramatical, de materia contextual y semántica, de hechos
biográficos e históricos, finalmente serán suficientes para llegar a una
razonable determinación de qué es lo que quiere decir el pasaje. Esta
determinación no necesariamente presumirá de ser exhaustiva; sabrá de sí
misma que essusceptible de ser enmendada, revisada, incluso de ser
rechazada a medida que aparecen nuevos conocimientos, a medida que van
afinándose ciertas precisiones lingüísticas o estilísticas. Pero en
determinado punto de la larga historia de la comprensión disciplinada;
tomar una decisión acerca de cuál es la mejo r lectura, la paráfrasis
más plausible, la versión más razonable sobre la intención del autor, se
convierte en un juicio racional y demostrable. Al final del camino
filosófico, hoy o mañana, se encontrará la mejor lectura, habrá un
significado o una constelación de significados que ha de ser percibido,
analizado y escogido entre otros. En su sentido auténtico, la filología
es, en efecto, la vía de acceso, a través de las artes de la observancia
escrupulosa y la confianza (philein), que va de las incertidumbres de
la palabra a la estabilidad del Logos.
Jugar, jugar con las palabras
Es precisamente la credibilidad racional y la
práctica de esta vía, de este avance acumulativo hacia la comprensión
textual, lo que hoy en día se pone seriamente en duda. Permítame el
lector que abrevie y, por lo tanto, que radicalice, las pretensiones de
la nueva semántica. El posestructuralista, el deconstructor nos recuerda
(con razón) que no hay diferencia sustancial entre texto primario y
comentario, entre el poema y la explicación o la crítica. Todas las
proposiciones y los enunciados, ya sean primarias, secundarias o
terciarias (el comentario acerca del comentario, la interpretación de
interpretaciones previas, la crítica de la crítica, tan conocidas en
nuestra actual cultura bizantina), se presentan como parte de una
intertextualidad vigente. Equivalen todas a la écriture. Sigue un juego
profundamente cuestionador con las palabras (¿y no es acaso todo
discurso y toda escritura un jugar con palabras?): se dice que un texto
primario y todos y cada uno de los textos a que éste da lugar u ocasión
no es ni más ni menos que un pre-texto. El hecho de que suceda antes, en
el tiempo, resulta que es un accidente de la cronología. Es la ocasión,
más o menos contingente, más o menos aleatoria, del comentario, la
crítica, la variante de, la oportunidad para el pastiche, la parodia, la
citación de sí mismo. Carece del privilegio de la originalidad
canónica: aunque no sea más que porque el lenguaje precede siempre a
quien lo emplea y siempre impone sus propias reglas de uso, sus
convenciones, esas opacidades de las que el usuario no es responsable y
sobre las cuales su control es mínimo. Ninguna oración hablada o
compuesta en cualquier lenguaje inteligible es, en el sentido riguroso
del concepto, original. No es más que una más dentro del conjunto
formalmente ilimitado de posibilidades transformacionales que comprenden
as reglas gramaticales. Estrictamente considerados, el poema, la pieza
teatral o la novela son anónimos. Pertenecen al espacio topológico en
que subyacentemente se instalan las estructuras y dispositivos
gramaticales y de léxico. No es preciso que conozcamos el nombre del
poeta para leer el poema. Por otra parte, ese nombre es algo así como
una obstrusiva adscripción de identidad en un lugar donde, en un sentido
lógico y filosófico, no puede haber identidad demostrable. El "yo", el
moi, después de Freud, Foucault o Lacan, no es tan sólo, como en
Rimbaud, un autre, sino una especie de nube magallánica de energías
cambiantes e interactivas, de introspecciones parciales, momentos de
consciencia compactada, móvil, inestable, por decirlo así, en tomo a una
aún más indeterminada región o agujero negro del subconsciente, del
inconsciente o del preconsciente. La idea de que podemos captar la
intencionalidad de un autor, de que debemos prestar atención a lo que se
propone con- tamos a través de nuestra comprensión de su texto es
absolutamente ingenua. ¿Qué sabe él acerca de los significados ocultos
por o proyectados desde la acción recíproca de las potencialidades se-
mánticas que él momentáneamente ha circunscrito o formalizado? ¿Por qué
razón hemos de confiar en sus propios autoengaños, en las supresiones de
pulsiones psíquicas que, probablemente, lo han impulsado a producir una
"textualidad" en primer lugar? Ya lo dice el adagio: "No confíes en el
narrador sino en el cuento". La deconstrucción se pregunta: ¿por qué
confiar en uno o en otro? La confianza no es la característica principal
de la hermenéutica.
Una galería de espejos
Al invocar ese tópico que es, no obstante, un
axioma cardinal: que en toda interpretación, en todos los enunciados del
entendimiento, lo que hacemos simplemente es usar el lenguaje acerca
del lenguaje dentro de una serie que se multiplica a sí misma
indefinidamente (como en una galería de espejos), el lector
deconstructivo define el acto de la lectura de la siguiente manera. La
adscripción de sentido, la preferencia de una posible lectura a otra, la
elección de esta explicación y esta paráfrasis y no de aquélla, no es
más que la lúdica, inestable e indemostrable opción o ficción de un
scanner subjetivo que construye y deconstruye marcas puramente
semióticas, tal como le obligan: sus propios placeres momentáneos, su
política, sus necesidades psíquicas o sus autoengaños. No existen
procedimientos de decisión que sean racionales o falsificables sino que
hay una multitud de interpretaciones que difieren o de "construcciones
de propuestas". Cuando mucho, seleccionaremos (por un momento, al menos)
, aquella que nos suena como la más ingeniosa, la más rica en
sorpresas, la más poderosamente des- compositiva o re-creativa del
original o pre-texto. Cuando Derrida escribe sobre Rosseau es más
divertido, digamos, que un viejo literalista e historicista como Lason.
¿Para qué elaborar las exégesis filológico-históricas de la Cábala
luriánica cuando se pueden leer las construcciones de los semióticos de
Yale? Ninguna auctoritas externa a este juego puede legislar entre estas
alternativas. Gaudeamus igitur.
El sentido común del lector
Advierta el lector que yo no percibo ninguna
refutación lógica o epistemológica de la semiótica deconstructiva. Es
evidente que la abolición lúdica del sujeto estable contiene una
circularidad lógica, puesto que se trata de un yo que observa o se
propone su propia disolución. y hay una infinita regresión de
intencionalidad en la mera negación de la intención. Pero estas falacias
formales o peticiones de principios en realidad en nada afectan al
juego de lenguaje de- constructivo o a la tesis fundamental de que no
existen procedimientos de decisión válidos entre adscripciones de
significado que compiten o que incluso se oponen entre sí. El sentido
común (¿pero qué es, diría un deconstructor, "un sentido común"?) y la
posición liberal consisten en una estratagema más o menos despreocupada.
El carnaval y la saturnalia del posestructuralismo, de la jouissance de
Barthes, de los interminables retruécanos y las voluntariosas
etimologías de Lacan o de Derrida, pasarán com o otras muchas retóricas
de la lectura. "La moda", como nos recuerda Leopardi, "es la madre de la
muerte". El "lector común", la rúbrica positiva de Virginia Woolf, así
como el erudito, el editor y el crítico serios, todos ellos continuarán,
como siempre, poniendo manos a la obra. Elucidarán lo que se tiene por
preferencias y juicios de valor informados, racionalmente.
argumentables, aunque siempre provisionales y autocuestionantes. Al cabo
de milenios, una mayoría decisiva de receptores informados no sólo ha
llegado a una visión múltiple aunque ampliamente coherente acerca de
aquello de que trata la Ilíada, o El rey Lear o Las bodas de Fígaro (los
significados de su significado), sino que han competido entre sí en
cuanto a juzgar si Hornero, Shakespeare y Mozart son artistas supremos
según una jerarquía de reconocimientos que van desde las cumbres
clásicas hasta lo trivial y lo mendaz. Esta amplia concordancia, con su
innegable residuo de disenso, de disputas hermenéuticas y crític as, con
sus márgenes de incertidumbre y de "ubicación" alterante (en palabras
de F. R. Leavis), constituye un "consenso institucional", un cúmulo de
referencias aceptadas y de ejemplaridades, a través de las épocas. Esta
competencia general suministra cultura con sus energías recordatorias y
provee las "piedras de toque" (Mathew Arnold) que nos sirven para probar
la nueva literatura, el nuevo arte, la nueva música.Un pragmatismo tan
robusto y fértil resulta seductor. Permite que uno "se lleve bien con el
propio trabajo". Hace que uno reconozca, con perspicacia, que todas las
determinaciones del significado textual son probabilistas, que todas
las afirmaciones críticas son en última instancia inciertas; pero para
extraer confiados reaseguros del peso acumulativo -es decir,
estadístico- del acuerdo histórico y de la persuasión práctica. Los
ladridos y las ironías de la deconstrucción resuenan en la noche pero la
caravana del "buen sentido" sigue su camino. Sé que esta práctica del
consenso liberal satisface a la mayoría de los lectores. Sé que es el
garante general de nuestras letras y de los afanes comunes del
entendimiento. Sin embargo, la actual "crisis de sentido", la actual
ecuación de texto y de pretexto, las aboliciones de la auctoritas, me
parecen tan radicales como cuestionar una respuesta que no sea
pragmática, estadística o profesional (como sucede en el proteccionismo
de la Academia). Si merece la pena explorar la vía de las
contraposturas, ésta será de un orden no menos radical que la de los
anárquicos e incluso que la de los gramatólogos "terroristas" y los
maestros de espejos. Las intimidaciones de rendición que nos llegan
desde el nihilismo exigen una respuesta.
Quebrar ética y estética
La primera postura es alejarse de las autistas
cámaras de resonancia de la deconstrucción, de la teoría y práctica de
juegos que -éste es el meollo y el ingenium de la cosa- subvierten y
alteran sus propias reglas en el curso o el juego. Se trata de una
postura que reconoce su deuda con la triada kierkegaardiana de lo
estético, lo ético y lo religioso. Pero recurrir a ciertos postulados o
categorías éticas en relación con nuestras interpretaciones y
valoraciones de la literatura y las artes es más viejo que Kierkegaard.
La creencia de que la imaginación moral está relacionada con las
imaginaciones crítica y analítica es, cuando menos, tan antigua como la
poética de Aristóteles. Estas son, en sí mismas, tentativas de refutar
la disociación platónica entre la estética y la ética. Una postura que
se mueve en dirección a lo ético retorna la hermenéutica de Tomás de
Aquino y de Dante y la estética de lo desinteresado en Kant (quien
también es blanco obligado y representativ o de la reciente
deconstrucción). Ha sido, pienso, el abandono de este fundamento elevado
y riguroso, en nombre del positivismo del siglo XIX y de la psicología
secularizada del siglo xx, lo que ha generado mucha de la (intensamente
estimulante) anarquía en la que ahora nos encontramos.
Tomo la inferencia ética para transmitir lo
siguiente, para hacer que la siguiente advertencia sea moralmente, no
lógica o empíricamente, evidente por sí misma: el poema es anterior al
comentario. El texto primario va primero, y no sólo en e tiempo. No es
un pre-texto, no es tan sólo la ocasión para un tratamiento exegético o
metamórfico subsiguiente. Su prioridad es esencial, tiene necesidad y
autosuficiencia ontológicas. La mayor de las críticas, el mayor de los
comentarios, sea de un escritor, un pintor o un compositor acerca de su
propia obra, es siempre accidental (la distinción cardinal de
Aristóteles). Es dependiente, secundario, contingente. El poema encarna,
toma cuerpo a través de una s ingular puesta en acto que es su raison
d'etre. El texto secundario no contiene un imperativo de ser. Una vez
más, las distinciones aristotélicas y tomistas entre la esencia y el
accidente son esclarecedoras. El poema es, el comentario significa. El
significado es un atributo del ser. Ambas fenomenologías son, dada la
índole del caso, "textuales". Pero igualarlas y confundir sus
respectivas textualidades es confundir poiesis, el acto de la creación,
el convertir algo en un ser autónomo, con la ratio derivada, secundaria,
de la interpretación o adaptación. (Sabemos que el violinista, por muy
dotado que esté, por muy penetrante que sea, "interpreta" la sonata de
Beethoven; no la compone. Para no arriesgar nuestro conocimiento de esta
diferencia, efectivamente tenemos presente que el status existencial de
una obra no ejecutada, un texto aún no leído, una pintura que aún no ha
sido vista, es filosóficamente y psicológicamente problemático.) De
estos postulados intuitivos y éticos se deduce que la actual inflación
de comentarios y críticas, las igualdades de peso y de fuerza que la
deconstrucción asigna a los textos primarios y secundarios, son
espurias. Representan aquella inversión del orden natural de valores e
intereses que es característico de los períodos alejandrino y bizantino
en la historia de las artes y del pensamiento. De ello se deduce también
que la tesis propuesta por un líder académico de la nueva semántica
-"Es más interesante leer a Derrida comentando a Rousseau que leer al
propio Rousseau"- es una perversión no sólo del oficio de enseñante sino
del sentido común, allí donde sentido común es una expresión lúcida y
concentrada de la imaginación moral. Semejante perversión de los valores
y de la práctica receptiva, por muy lúdica que sea, no sólo es
destructiva y confusa per se sino que además es potencialmente corrosiva
para las fuerzas de la creación, de la auténtica invención en la
literatura y en las artes. La actual crisis de significado no parece
coincidir con un conjuro de la enervación y la consternación profunda.
Donde los gatos son soberanos, no se queman los tigres. Liberadora, como
creo que es, la inferencia ética no presupone finalidad. No se enfrenta
en la inmediatez con el supuesto nihilista. Formalmente se puede
concebir y sostener que todo discurso es idioléctico, lo cual equivale a
decir que es un "antiguo" criptograma cuyas reglas de uso y de
desciframiento no son repetibles. Si Saul Kripke está en lo cierto, ésta
sería una versión fuerte de la concepción wittgensteiniana sobre las
reglas y el lenguaje. "Nada puede significarse por medio de la palabra.
Cada nueva aplicación que hacemos es un salto al vacío; cualquier
criterio presente podría ser interpretado de tal modo que concuerde con
cualquier cosa. De modo que no puede haber ni acuerdo ni conflicto".
La realidad y la lectura
Igualmente, se puede concebir y sostener que
cualquier asignación y experiencia de valor es no sólo indemostrable, no
sólo susceptible de engaño estadístico (si fuese libre de elegir, la
humanidad preferiría el bingo a Esquilo), sino también vacía, carente de
sentido, según el uso positivista lógico del concepto. Sabemos cuál fue
la solución axiomática cartesiana de tal posibilidad. Descartes formula
la condición sine qua non de que no cabe pensar que Dios vaya a
confundir o falsear sistemáticamente nuestra percepción y nuestro
entendimiento del mundo, que no alterará arbitrariamente las reglas de
la realidad (en la medida en que tales reglas gobiernan la naturaleza y
son accesibles a la deducción y la aplicación). Sin este supuesto
fundamental con respecto a la existencia del sentido y del valor, no
puede haber respuesta responsable, no puede haber responsabilidad
respondiente ya sea al acto del discurso o al acto poner en orden el
texto y al acto de la selección de ese acto que llamamos texto. Si no
damos un salto axiomático hacia el postulado de la significatividad, no
puede haber esfuerzo en pos en la inteligibilidad y del juicio de valor,
por provisionales que sean (y nótese lo que hay de «visión» en el
concepto de provisional). Allí donde se anula el «radical» -la raíz
etimológica y conceptual- de Logos, la lógica es efectivamente un juego
vacío.
Debemos leer como si el texto que tenemos ante nuestros ojos
tuviera significado. Tratándose de un texto serio, no será éste un
significado único, si es que nos hace responsables de su fuerza vital.
No será un significado o figura (estructura, complejo) de significados
aislados de las presiones transformativas y reinterpretativas del cambio
histórico y cultural. No será un significado al que se llega por
cualquier proceso determinante o automático de acumulación y de
consenso. La(s) comprensión(ones) verdadera(s) del texto o de la música o
de la pintura pueden, durante un tiempo de conjuro que puede ser más
breve o más largo, estar al cuidado de pocos, o de un solo testigo e
interlocutor. Sobre todo, el significado al que se aspira, nunca será
tal que puedan agotarlo del todo o totalizarlo, la exégesis, el
comentario, la traducción, la paráfrasis, la descodificación
psicoanalítica o sociológica. Sólo los poemas débiles pueden ser
comprendidos e interpretados exhaustivamente. Sólo en los textos
oportunistas o triviales puede la suma de la significación ser igual a
la suma de las partes.
Debemos leer como si el ambiente temporal y de ejecución de un
texto, en verdad, importaran. Los contextos históricos, las
circunstancias culturales y formales, todo aquello que es conjeturable o
concebible acerca de las intenciones de un autor, todo ello constituye
una serie de ayudas vulnerables. Sabemos que han de ser estudiados con
severa ironía y examinados para determinar qué hay en ellos que sea
debido al azar subjetivo. De todas maneras importan. Esos elementos
enriquecen los niveles de consciencia y de goce; generan limitaciones
que operan sobre las complacencias y sobre la licencia que es propia de
la anarquía interpretativa.
Este «como si», esta condicionalidad axiomática, es nuestra
apuesta cartesiano-kantiana, nuestro salto hacia el sentido. Sin ella,
las letras se convierten en fútil narcisismo. Pero esta postura requiere
una fundamentación clara. Quiero indicar sumariamente los riesgos de
finalidad, los supuestos de trascendencia que, en primera o en última
instancia, subyacen a la lectura de la palabra tal como yo la concibo.
Cuando leemos en verdad, cuando la experiencia se propone el sentido, lo
hacemos Como si el texto (la pieza musical, la obra de arte) encarnara
(la noción está fundada en lo sacramental) una presencia verdadera del
ser significante. Esta presencia verdadera, como en un icono, como en la
metáfora que se actualiza en el rito del pan y el vino es, finalmente,
irreductible a cualquier otra articulación formal, a cualquier
deconstrucción o paráfrasis analítica. Es una singularidad en la que
concepto y forma constituyen una tautología, coinciden punto por punto,
energía por energía, con ese exceso de significación sobre todos los
elementos discretos y los códigos de significado que llamamos el símbolo
o la disposición de transparencia.
Estas no son nociones esotéricas. Pertenecen al vasto repertorio
de los lugares comunes. Son perfectamente pragmáticas, experienciales,
repetitivas, cada vez que un poema, un pasaje o una prosa se apoderan de
nuestro pensamiento o de nuestras sensaciones y penetran dentro de los
vericuetos de nuestro recuerdo y nuestro sentido del futuro, cada vez
que una pintura transmuta los panoramas de nuestras percepciones previas
(después de Van Gogh los chopos se incendian; después de Klee, los
viaductos andan). Ser «habitados» por la música, el arte, la literatura,
sentirnos responsables de tal posesión como un anfitrión se siente
respecto de su huésped -quizá desconocido, inesperado- al atardecer, es
experimentar el tópico misterio de una verdadera presencia. No somos
muchos los que nos sentimos compelidos, o poseemos los medios expresivos
de, registrar la dominante cualidad de esta experiencia, Como lo hace
Proust cuando cristaliza el sentido del mundo y de la palabra en la
pequeña mancha amarilla que es la verdadera presencia de una puerta
junto a la ribera de un río en la Vista de Delft de Vermeer; o como lo
hace Thomas Mann cuando pone en palabras y metáforas el embrujo que se
apodera de nosotros, ese «subyugarnos» ante el op. 111 de Beethoven. No
importa. La experiencia en sí es algo con lo que nos sentimos
perfectamente a gusto -un idioma que forma parte de nosotros- cada vez
que vivimos un texto, una sonata, una pintura. Leer, una experiencia teológica
Por otra parte, aunque hemos olvidado en gran
medida esta experiencia de, este suscribir por, una presencia verdadera
es la fuente de la historia, de los métodos y de la práctica de la
hermenéutica y la crítica, de la interpretación y del juicio de valor en
la tradición occidental. Las disciplinas de la lectura, la Idea misma
del comentario y la interpretación estrictos, de la crítica textual tal
como la conocemos, deriva del estudio de las Sagradas Escrituras o, más
precisamente, de la incorporación y desarrollo en dicho estudio de
prácticas más antiguas de la gramática helenística, la recensión y la
retórica. Nuestras gramáticas, nuestras explicaciones, nuestras críticas
de textos, nuestros esfuerzos para pasar de la letra al espíritu, son
los herederos inmediatos de las textualidades de la teología
judeocristiana y de la exegética bíblica de la patrística. Lo que hemos
hecho desde el escepticismo enmascarado de Spinoza, desde las críticas
de la Ilustración racionalista y desde el positivismo decimonónico, es
tomar prestada moneda corriente, inversiones vi- tales y fianzas del
banco o del Tesoro de la teología. De la teología hemos sacado nuestras
teorías sobre el símbolo, nuestro uso de lo icónico, nuestro idioma de
creación poética y del aura. Son estos préstamos de terminología y
referencia contraídos con la teología los que dan por resultado que haya
lectores magistrales en nuestro tiempo (como Walter Benjamin y Martin
Heidegger) con su licencia de habilitación para la práctica. Hemos
tomado prestado, y traficado, y hecho calderilla de las reservas de
autoridad trascendente. Muy pocos de nosotros hemos hecho imposiciones a
título de devolución. En sus puntos claves de discurso e inferencia, la
hermenéutica y la estética de nuestra civilización secularizada,
agnóstica, hay un acto más o menos consciente, más o menos comprometido
de ratería (y es este apuro lo que hace resonante y tensa- mente
iluminador el comentario de Benjamin sobre Kafka o el de Heidegger sobre
Trakl y sobre Sófocles). ¿Qué implicaría reconocer, incluso devolver
estos préstamos masivos? Para Platón, el rapsoda es aquel que ha sido
poseído por el dios. La inspiración es literal: el daimon penetra en el
artista, dominando y yendo más allá de los límites de la persona natural
de éste. Buscando un reaseguro para la imperiosa tiniebla, para el gran
estallido en lo desordena- do en sus poemas, Gerard Manley Hopkins no
se apoyaba ni en la percepción de unos pocos espíritus elegidos ni en la
autoridad pedagógica del tiempo. No sabía si su lenguaje y su prosodia
serían comprendidos alguna vez por otros hombres y mujeres. Pero esa
comprensión no era de la esencia. La recepción y la validación están,
decía Hopkins, en Cristo, «el único crítico verdadero». Tal como ha sido
desarrollado en Clio, el análisis y descripción del acto completo de la
lectura que allí hace Péguy, de la lecture bien faite, sigue siendo lo
más incisivo, lo más indispensable con que contamos. En ese análisis se
encuentra la afirmación clásica de la simbiosis entre el lector y el
escritor, la generación colaborativa y orgánica del significado textual,
de la dinámica de la necesidad y de la esperanza que teje el discurso a
la respuesta revitalizante del lector y «reminiscente». En Péguy los
derechos de propiedad y la lógica del argumento son explícitamente
religiosos; el misterio de la creación artística, poética, y el de la
recepción vital, nunca son del iodo seculares. El siniestro sentido de
blasfemia que hay en todo acto primordial de creación, de ilegitimidad
frente a Dios, habita en cada movimiento del espíritu y de la
composición en la obra de Kafka. El hálito de la inspiración contra el
cual el verdadero artista trataría de cerrar sus aterrados labios, es el
de aquellos vientos paradójicamente animados que soplan «desde las
regiones inferiores de la muerte», en la oración final de «Graco, el
cazador». Esos vientos tampoco son de origen racional, secularizado. Dios ido, Dios de regreso
En lo principal, el arte, la música y la
literatura occidentales, desde los tiempos de Homero, y Píndaro hasta la
época de los Cuatro Cuartetos de Eliot, del Doctor Zhivago de Pasternak
o de la poesía de Paul Celan, han hablado en lo inmediato acerca de la
presencia o la ausencia de Dios. A menudo, esta invocación ha sido
agonística y polémica. El gran artista ha tenido como patrón a Jacobo,
luchando con el tremendo precedente y el poder de la creación original.
El poema, la sinfonía, la capilla Sixtina, son actos de contracreación.
«Yo soy Dios», exclamó Matisse cuando acabó de pintar la capilla de
Vence. «Dios, aquel otro artesano», dijo Picasso, en un gesto de abierta
rivalidad. En efecto, bien podría definirse el movimiento moderno como
aquella forma de música, literatura y arte que ya no experimenta a Dios
como competidor, como un predecesor, un antagonista en la larga noche
(la de San Juan de la Cruz, que es lo propio de todo poeta auténtico).
Es muy posible que en la música atonal o aleatoria, en ciertos modos de
la escritura automática, superrealista o concreta, haya una suerte de
boxeo con la propia sombra. El adversario es ahora la forma en sí misma.
Boxear con la sombra puede ser técnicamente apasionante y educativo.
Pero, igual que ocurre con muchas manifestaciones del arte moderno,
sigue siendo solipsista. El desafiante soberano se ha ido. Y, con él,
gran parte del público.
No creo que El pueda ser atraído a nuestra condición agnóstica
y positivista. No me parece que una teoría de la hermenéutica y de la
crítica, que es solapadamente teológica, o la práctica de la poesía y de
las artes que ella implica, que supone la presencia real de lo
trascendente o su «ausencia sustancial» de una nueva soledad del hombre,
pueda mandar sobre el acuerdo generalizado. Lo que he querido dejar en
claro es cuánta duplicidad espiritual y existencial hay en nuestros
actuales modelos de significado y valor estéticos. Conscientemente o no,
con embarazo o con indiferencia, estos modelos se apoyan, metaforizan
crucialmente, el idioma abandonado, aún no pagado, la imaginería y las
garantías de una teología o, cuando menos, de una metafísica
trascendente. Las astutas trivializaciones, el lúdico nihilismo de la
deconstrucción tiene como mérito la honestidad. Nos instruye en la
medida en que nos advierte que «nada saldrá de la nada».
Personalmente, no veo cómo una teoría secularizada del
significado y del valor, una teoría basada en la estadística, puede, con
el tiempo, soportar el desafío deconstructivista, o bien su propia
fragmentación en el eclecticismo liberal. No puedo llegar a concepción
rigurosa alguna de una posible de- terminación ya sea de sentido o de
importancia que no apueste por una trascendencia, por una presencia
real, en el acto y en el producto del arte serio, ya sea verbal,
musical, o el de las formas materiales.
Tales convicciones llevan a supuestos lógicos que son
extremadamente difíciles de expresar, y no digamos de demostrar. Pero la
posible confusión y, en nuestro actual clima de sentimiento aprobado,
el inevitable apuro que debe de acompañar a cualquier confesión pública
de misterio, me parecen preferibles a las resbaladizas evasiones y los
déficits conceptuales que son característicos de la hermenéutica y la
crítica contemporáneas. Me chocan por falsos, me chocan porque los
siento incapaces de prestar testimonio a fenómenos tan manifiestos como
la creación de una persona literaria que sobrevivirá eternamente a la
muerte de su creador (el grito de Flaubert moribundo contra «esa ramera
de Emma Bovary») me chocan porque los encuentro incapacitados de
comprender la invención de la melodía o las evidentes trasmutaciones de
nuestras experiencias del espacio, de la luz, de los planos y los
volúmenes de nuestro propio ser, recreados por un Mantegna, un Turner o
un Cézanne.
Es posible que no haya nada más a la mano para nosotros que la
ausencia de Dios. Cuando esta ausencia es vivida y sentida del todo, es
una agencia o un misterium tremendum (sin el cual un Racine, un
Dostoievsky, un Kafka, son efectivamente ininteligibles, y pasto de la
deconstrucción). Inferir tales términos de referencia, apercibirse de
parte del costo que uno debe estar preparado para pagar al declararlo,
es como quedarse desnudo frente a lo desconocido. Creo que uno debe
arriesgarse, si es que se tiene derecho a bregar por el ideal perenne,
por ese ideal que nunca habrá de realizarse y que es propio de toda
interpretación y valoración: lo cual significa que, algún día, Orfeo no
se dará la vuelta, y que la verdad del poema volverá a la luz de
entendimiento, entera, inviolada, revitalizante, aun cuando salga de las
tinieblas de la omisión y de la muerte.
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